Leyendo Leo a Biorges



Hace un par de días, en medio de una sólida noche de insomnio, leí de un tirón (ninguna hazaña, son ciento veinte páginas) el reciente Leo a Biorges de Álvaro Uribe, innecesaria y confusamente subtitulado (supongo que por cortesía de los editores): Ensayo personal, crónica y crítica literaria sobre el trabajo del escritor. “Ensayo personal”, válgame, ¿hay otros? Y, por lo demás, la mitad de los textos no trata del “trabajo del escritor”. En fin, esto no demerita el libro, que se lee ágil y gratamente. Uribe tiene una buena prosa: pulcra, tersa, meditada. Quizá su esmero estilístico le venga de Borges, del cual es evidente devoto (sus mejores discípulos no son los que vanamente intentan imitar su imaginación y su mundo, sino su precisión formal, en sus propios términos). Entre todos los ensayos, me quedo con “Un peatón converso (el otro día)” en el que Uribe cuenta sus peripecias cuando decidió renunciar al automóvil y ser, simplemente, un peatón, decisión heroica donde las haya. Me sentí identificado de inmediato: siempre he preferido andar a pie que en auto y muchas veces me he jactado de ello. Las ciudades que prefiero son aquellas que pueden recorrerse a pie y en las que el coche es casi un estorbo. Hoy que vivo en una que no solo no es peatonal, sino que podría calificarse incluso de antipeatonal, no pude dejar de leer el texto de Uribe con una simpatía nostálgica.

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